miércoles, 5 de noviembre de 2008

Aire

Aire I

- ¡Escucha a Jesucristo que él es el único, el verdadero, el…! -
Megáfono al hombro, el hombre no paraba de desgalillarse en la Plaza de Santa Anta. Los eternos durmientes de las bancas centenarias ni se inmutaban ante la advertencia. Yo tampoco. Estaba sentada en un borde de la plaza, callada, a la sombra de uno de sus frondosos árboles, esperando a que un viejito, cabizbajo y sereno, culminara de lustrar mis zapatos cansados ya del suelo y del agua, tan gastados como su lustrador.
- ¡Jesucristo es el único que tiene poder! ¡Sí! ¡Él es tan poderoso que si a él le da la gana nos quita el aire! ¡Y nos morimos todos! –
- ¡Jo! ¡Qué malo es ese Jesucristo! – Lo pensé ya un poco enojada, mareada por esos gritos en mis oídos acalorados por un mediodía húmedo y pegajoso.
De pronto, esa cabeza parlante lanzó una máxima inesperada:
- ¡Y sin aire usted se muere, porque en el aire está la vida! –
El monólogo continuó. No sé cómo. No importaba mucho. Sentí alegría pero a la vez tristeza, al descubrir cómo se puede estar tan cerca de la verdad, lanzarla al viento y no darse cuenta. Pobre pastor.
- En el aire está la vida… la vida está en el aire… -
- ¡Adoremos el aire, pues! -

Aire II

Increíble. A esta hora de agobio y de hambre, de esperanzas en negro y de mentes en blanco, el pastor improvisado de Santa Ana parece no detener su trance. Parafrasea la Biblia de tal forma que lo convence a uno de estar escuchando frases pertenecientes a otro espacio en otro tiempo, con otras leyes físicas y en compañía de otros locos.
Sólo me conecta al aquí y al ahora la presión firme de las plantas de mis pies sobre los ladrillos del suelo… y el aire. Sí, el aire: elemento vital y digno de adoración. Desde que fui tocada por las palabras del pastor, el aire ya no me sabe tan denso, aunque en su búsqueda saboree también vapor de agua y sucio urbano.
No puedo evitar ahora levantar la cabeza y me perderme un rato en los rayos del mediodía que caen sobre mis cerradas pupilas. Así, muy iluminada y penetrada en destellos, respiro por unos segundos el fresco aliento de las hojas de los árboles de la plaza: titilantes, alegres, los lamentos de la Plaza de Santa Ana encuentran en ellas consuelo eterno a la melancolía y al olvido.
Y pienso calmadamente, oyendo cada una de mis inspiraciones pasar por mi pecho:
- Adoremos el aire. Adoremos el aire –
- Uhm… -
- ¿Y si mejor lo escuchamos? –

Y un fuerte viento bailoteó entre las hojas.

2 comentarios:

Sarco Lange dijo...

Y lo sentimos, y lo masticamos, nos hacemos del aire un aliado perpendicular para desde allí interrogar a Dios e interrogar a cada santo que escuche detrás de aquellas Santas Puertas.
Y no sólo eso, sino que acompañarte en esa plaza y solamente mirar, mirar a la gente, mirar el aire, verlo, ver todo, lustrar los zapatos que haya que lustrar y cuando el hambre arrecie, bueno, no sólo de aire vive el hombre.

Mil Abrazos.

TrasTera dijo...

Prefiero la danza del aire en las ramas, del aire con las hojas muertas del otoño, que la promesa de un cielo eterno que nos condene en vida. Vaya con esos pastorcillos...

Un abrazo desde mi balcón!