Una de esas mañanas
de las que aparentan golpear las pupilas de mis ojos
siempre con las mismas escenas.
Llegada a la cuatro de julio, descenso del Panamá-Chorrera
caminata apresurada hacia el viejo Patio Rochet
y la trivial intriga de todos los días:
o recorrer toda la calle estudiante
para encontrarme con las chivas de Balboa
a un costado de los di-puta-dos
o tomar el pasadizo de los salones de belleza
que desemboca en la cinco de mayo.
Decisión tomada: vámonos por el tunel
a ver con quién me cruzo hoy:
si con Id, Ego o Superego
o con el mismísimo Sigmund Freud.
Es la peatonal. ¡Todo es posible!
De pronto, se altera mi secuencia fílmica:
Un viejo calvo y lánguido, de camisa gris y pantalones gastados
(tristes herencias del IRHE o del INTEL)
penetra solemnemente el pasaje.
Su mano diestra sostiene una pipa de coco.
Su siniestra,la frescura muriente de tres tristes crisantemos.
Entre mirada lejana y voz penetrante
este anciano, borrador de Ermitaño
se hace Rey de Copas y grita:
"¡Este... es... el poder del demonio!".
... y con este poder, el miedo.
Sólo se escucha el angustioso ¡Ay, Dios mío!
de una doña fanática del Pío-Pío de la esquina.
Y entonces la película se paraliza. Sólo yo me muevo
o al menos eso aparento.
¿Será que entré a otra dimensión?
¡Bestia! ¿Y si no llego al trabajo?
Ni modo: me haré Sacerdotiza.