martes, 5 de noviembre de 2013

Memoria personal de El Juego: ¿Instrumento de Cohesión Social?

Hace unos meses tuve el placer de compartir con el Café Filosófico Los Amantes de Sofía uno de sus espacios para abordar el tema del juego. La invitación fue oportuna, pues venía de participar de un encuentro en Honduras para conformar la Asociación Panamericana de Juegos Tradicionales. El tema llamó mucho la atención, al igual que los juguetes que llevé a manera de ilustración. Trompos y unos enchutes (balero para los mexicanos) cobraron vida casi sin pedirlo, en manos de jóvenes que por un momento no les dio miedo sentirse niños. No hubo que programar nada para que los asistentes quedaran envueltos en un pequeño universo de alegría y sintonizados en un lenguaje común. El juego, tantas veces reducido a lo entretenimiento y a lo banal, ocupaba un foro de discusión entre estudiantes de filosofía de la Universidad de Panamá.

En este encuentro surgieron muchas ideas y reacciones al explorar el papel del juego en nuestras sociedades. Pero no dejaba de sorprenderme la manera como la exposición colectiva a un simple juguete nos hacía compartir pensamientos, más allá de las palabras, a través de las sensaciones corpóreas, y por qué no decirlo, extra-corpóreas. Los asistentes no dejaban de manifestar sorpresa y gozo al pronunciarse con frases como: “Ah, yo me acuerdo cuando jugaba con mis primos”, “Ah, recuerdo cuando me caí por de ganar La Lata”, “Ah, yo agarraba ese trompo en un solo dedo…”. Al parecer, la materialidad atrayente de estos juegos tuvo fuertes resonancias en la creación de significados colectivos. Sentí entonces el peso seco y algo incómodo de la intelectualidad, al pretender hablar del mundo lúdico frente a un foro, cuando me exponía al desafío de hacer conocer cada uno de sus posibles lenguajes. Entre curiosidad y necesidad latente, descubrí que muchas de las sombras y de las luces humanas se exteriorizan inevitablemente a la hora de jugar.

Decía Johan Huizinga que el hombre “ juega como un niño, por gusto y recreo, por debajo del nivel de la vida seria. Pero también puede jugar por encima de éste nivel: juegos de belleza y juegos sacros”. A esos dos niveles nos referiremos sin temor alguno de desviarnos de la pregunta que nos atañe sobre la cohesión social, porque no es difícil reconocer a su vez las esferas dimensionales en las que se mueve esta entidad tan abstracta a la que llamamos “sociedad”. Y como bien lo señala Huizinga, el juego se manifiesta en todas ellas para satisfacer, y aquí cito a mis queridos Les Luthiers, “desde los deseos más bajos hasta los más sublimes”, llegando a recrear el mundo sacro, es decir, aquella realidad que no debe ser tocada por los humanos, pero que paradójicamente se fecunda con la imaginación de un jugador… y sí, que es humano.

Veamos algunos ejemplos extraídos de nuestra propia memoria infantil: ¿Qué tiene de placentero repetir incontables veces la misma frase mientras que, con el mismo ‘sin-sentido’ dábamos vueltas o palmoteábamos constantemente? ¿En dónde está el meollo de correr tras alguien sintiendo una euforia que, sabemos, no es debido a ningún peligro evidente? Preguntas como estas sólo pueden encontrar respuestas donde menos solemos buscarlas y es en mundo de las sensaciones, de lo instintivo, de aquella irracionalidad tantas veces condenada por el supuesto avance de la civilización. Pero es esta parte irracional y espontánea la que permite conectarnos con otros semejantes casi de manera instantánea, a sentir empatía in so facto con el que tenemos al lado, a socializar casi por ‘arte de magia’.

Asegura Huizinga que juego es más viejo que la cultura, porque los animales juegan al igual que los humano. Aseguran algunos que esto demostraría que los humanos no han añadido ninguna característica esencial al concepto de juego. Yo no estoy tan segura de eso, porque efectivamente compartimos con los animales las necesidades de supervivencia, protección, aprendizaje y reconocimiento de papeles sociales dentro de un grupo de individuos, con ejemplos de replicación de órdenes sociales que sólo mantienen el equilibrio natural entre especies dícese inferiores a nosotros. Ejemplo lamentable pero bien conocido: la imposición del Macho Alfa en una manada, hecho extraspolado muchas veces a la especie humana. Valioso fue entonces el aporte que brindó Mario García Hudson, filósofo de profesión y de vida, al recordarnos en el foro aquellos juegos señalados “del barrio” donde los varones realizan toda especie de proezas con tal de ganar la atención de la fémina más deseada, algunos de ellos algo peligrosos para la integridad del jugador, lo que le añade adrenalina a la acción, y por qué no decirlo, algo de morbo.

De lo que sí nos convencimos en el Foro es que el juego es una poderosa arma para la regulación social, no sólo porque cohesiona (le da forma y sentido al hecho de vivir juntos y buscar entre todos algo más que la presa). El juego le ha permitido al homo sapiens recrearse mundos donde consigue satisfacer junto a otros una serie de necesidades psíquicas que alimentan sus neuronas y su bioquímica de manera diferente al pan de cada día. El juego lo excita, le hace sentir que está vivo y que puede comunicar esta excitación a otros que sienten lo mismo que él. Esto no es nada nuevo. Los publicistas, los analistas de mercado y asesores políticos se han valido de este conocimiento para encontrar fórmulas de control y de manipulación de masas. Si quieres controlar a las masas controla, entre otras cosas, su manera de jugar. Varios de los ejemplos fueron reconocidos en la inmediatez por el Foro, poniendo el acento particular en el fenómeno actual de los video-juegos y de la manera como ellos pueden alienar al jugador de una sociedad participativa y consciente de los problemas en común.


¿Y hasta qué punto de nuestra existencia humana llegan estas necesidades psíquicas de las que muy poco se habla? ¿Qué mundos invisibles de nuestra existencia son revelados cuando reconocemos el placer más allá del placer de una serie de ritos inmemoriales que se hacen eco en nuestros juegos? Vygotsky fue uno de los primeros en ayudarme a reconocer el carácter mágico del lenguaje y consecuentemente  del pensamiento mágico, sin ir más lejos, aquél que crea entidades no presentes en la naturaleza. El juego y el lenguaje mágico fue uno de los temas que más impactó la noche del Foro, quizás por sacudir inevitablemente en nuestros espíritus esas figuras, recuerdos e ideas vivientes en nuestra memoria ancestral, aquella que no se entiende, pero se siente.

La recreación de mundos lúdicos se vuelve construcción de realidades tan verídicas para nosotros como la digestión o la amenaza de muerte. Nosotros inventamos a un rito, que si responde a un eco metafísico o no, eso no lo podemos probar, pero a ese eco le damos forma, contenido y hasta razón. Convocamos a unos semejantes a darle vida a este Golem y listo: la magia se ha hecho. De otro modo, es muy  difícil justificar racionalmente que un grupo considerable de personas, identificados muchas veces como ‘un país entero’ pueda seguir minuto a minuto los acontecimientos de un juego de fútbol o el salto de un deportista, como si de ello dependiera el destino de una nación. ¿Tontería? Prefiero llamarlo magia, blanca, negra, amarilla, eso no viene al caso. En todo caso, de ser lo primero sigue siendo ‘algo’, que no se genera de la Nada.

El mundo esotérico de las distintas tradiciones filosóficas y religiosas ha sido fuente inagotable de inspiración de la cultura lúdica universal. El Foro reconoció fácilmente muchas de ellas en los oráculos populares como La Ouija y nuestro vernacular Juanito, supuestos métodos de comunicación entre nosotros y lo desconocido, y que evidentemente queremos conocer. Más allá de su eficacia o de su censura, en el Foro se resaltó nuestra conexión simbólica con estas figuras, de cómo mediante barajas, frases formuladas o invocaciones somos partícipes de una transmisión, consciente o no, de una serie de tradiciones que se remontan a la noche de los tiempos y que muchas de ellas han quedado en el olvido de la literatura (muchas de ellas quemadas por fuegos inquisidores) pero conservadas y llevadas de pueblo en pueblo a través del juego. No solemos saltar un avioncito o Rayuela pensando en su diseño original, el Sefiroth kabalístico, pasando de la Tierra al Cielo en un conteo de diez, o que pensemos en la grandeza de los antiguos reinados merovingios al jugar un simple juego de cartas. El juego se vuelve así transmisor libre de aquello que no se dice, de lo oculto en palabra pero no en acción, de todo secreto a voces de una comunidad. 

Para el Foro no cabe dudas: el juego es también memoria. Nos ayuda a no olvidar quiénes somos y qué nos une, como seres humanos. A esta conclusión se le añadió otro peso semántico de vital reflexión: el juego es resistencia, a la apatía de vivir por vivir, al conformismo, al control sistemático de nuestro pensamiento, y sobre todo, a la alienación dónde sólo yo me satisfago a mí mismo. Así, no se juega.

El Foro culminó amenamente pese a dejar, como debe ser, más interrogantes que respuestas al tema tratado. Como si el sólo hecho de hablar del juego hubiese dejado abiertas las puertas de la curiosidad que todos los presentes ansiaban encontrar. Agradezco infinitamente al foro Los Amantes de Sofía por tan buena disposición amatoria hacia este tema y ojalá no pase mucho tiempo para seguir con nuestra partida. Este juego no termina hasta que encontremos todas las respuestas.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Carta Abierta a Horacio González


Señor González:

Luego de leer su nota Santo Tomás: teoría del hospital, me pareció pertinente escribirle y manifestar mi reacción en calidad de panameña, nacida en el hospital que lo acogió, y residente en su hermoso país durante tres años de mi vida. Lo primero que anoto es la extraña impresión que sus palabras dejaron en mi conciencia, pues no se llega a comprender inmediatamente la intencionalidad del escritor. Algo de su léxico pudo ser encontrado en el diccionario de la RAE, otro tanto, no.

Pero más allá de este hecho, lo que sí denota du léxico desde un principio es esa falta de sincronicidad existente entre su construcción de la realidad y la mía. Es normal, dirán muchos, por la diferencia geográfica entre los interlocutores, pero ni siquiera mi experiencia argentina me valió para aterrizar en los puntos motivacionales de su escrito. A falta de esta empatía conceptual decidí entonces enfriar un poco mi lectura y tomar las figuras que usted describe de la manera más desapasionada posible.

 Lo que sí saltó a mi espíritu, y que hasta ahora me resulta impactante, es su manifiesta extrañeza y tratamiento antropológico de principios de siglo (que no llega ni al plano etnológico) de nuestras características fenotípicas, o para ser más específicos, de los panameños “hijos de la negritud” con los que usted se topó en el hospital Santo Tomás. Y más sacudida quedé cuando de alguna manera usted intenta establecer lazos, no comunes para usted, entre los orígenes étnicos de quienes lo atendieron y su estatus de profesionales de la salud. Para ser directa y no caer otra vez en la página de la RAE: Hay que explicarle a los argentinos que lo leen en Página 12 que un negro puede ser médico o enfermero y aun así salir vivo de una crisis de ACV. Puedo equivocarme al interpretarlo y quisiera que así fuera, pero permítame decirle que a eso retumban sus palabras en la conciencia de una panameña que, adivine, es mestiza-negra-mulata, así como las que vio en el Hospital Santo Tomás gimiendo y retorciéndose de dolor casi en metáfora animalesca (No sé en qué sala de hospital de qué extraño país esperaba una fiesta) y sí, tengo la capacidad de leer Página 12 y hasta de escribir una carta abierta. Pero antes de cualquiera indignación, una pregunta saltó inmediatamente a mi espíritu: “Y entonces, los panameños que conoció durante el Congreso de la Lengua… ¿Qué aspecto tenían que tanto se sorprendió de los ‘especímenes’ del Santo Tomás?”

Eso me hizo reflexionar sobre muchos de los aspectos que me hicieron rechazar desde un principio mi participación a dicho congreso, pese que en él había ponencias dignas de ser escuchadas, tanto de extranjeros como de nacionales serios y comprometidos con el enriquecimiento de esta lengua que nos une. La pura y dura razón no tenía nada que ver con usted (hasta hoy) y es mi abierto rechazo hacia todo lo que tenga que ver con el homenaje de Estado que el Gobierno de Panamá hace a un delincuente español al que se le atribuyó el ‘descubrimiento’ del Mar del Sur. Ese tema es extenso y no me fijaré en él en esta carta, pero sí lo traigo a colación porque su actitud segregacionista y clasista frente a un país que demuestra no conocer para nada me dice, con creces, que lo que se discutió y lo que se compartió en tan sonado encuentro no tuvo resonancia con la realidad diglósica y pluralista de mi país, logrando que, como suele pasar, sólo se recreen mundos culturales que sólo habitan en la mente de una élite dícese ‘blanca’ que nunca ha congeniado con los hablantes de esta lengua que tanto nos une y nos separa a la vez.

Es una auténtica pena que su estadía en Panamá, y la oportunidad de haber sido atendido en nuestro glorioso Hospital Santo Tomás, no le haya sido suficiente para reconocer en el panameño que sufre a un hermano más de nuestros pueblos y no a un ejemplar típico de una portada de la National Geographic. Me da pena (por usted, no por mis amigas y amigos argentinos que son  muchos) que el espíritu de un Director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina no haya desarrollado otros matices de su cristalino mental para preguntarse por otras curiosidades a raíz de su paso por el Santo Tomás. Más allá de lo folklórico que pueda sonar nuestro hablar o actitud ante sus limitados oídos, preguntarse por los orígenes de esas balas sobre los cuerpos de esos ‘negritos’, dónde viven, cómo viven, qué comen, qué leen (sí, los negros, mestizos e indios también leemos) y qué sienten ante la mirada del otro. Es una verdadera pena que se haya quedado con una gran falacia que usted se atreve no sólo a afirmar sino también a generalizar:

“Los panameños dicen reiteradamente dos cosas; que en nuestro continente son el segundo país en “desarrollo humano” luego de Chile, y que son un “crisol de razas”. Entre nosotros esta expresión ha sido abandonada por no poder ocultar su aspecto de unidad compulsiva o forzada de las vetas culturales heterogéneas. Y hasta lo que escucho, los tecnólogos sociales no han impuesto demasiado en nosotros esa complaciente y oficinesca categoría de desarrollo humano.

Yo le pregunto: ¿En qué indicador de los Censos Nacionales usted leyó estadísticamente semejante aseveración? ¿A quién consultó para asegurar lo que escribe con tal carácter universal? ¿Qué genio del Congreso le convenció de esta estupidez masiva de los panameños? ¿Tuvo usted oportunidad siquiera de recorrer nuestras calles, hablar con algún sector disidente de la actual administración, con algún campesino, obrero, dirigente indígena, activista estudiantil?

Y lo que para mí sería todavía más obvio: ¿Logró conocer a alguno de nuestros más caros autores? ¿A los poetas contemporáneos, cuentistas, novelistas y pensadores?¿Pudo tomarse un café con Héctor Collado, Salvador Medina o su sobrino Javier, a Consuelo Tomas, a Pedro Rivera, Marcos Gandásegui, a nuestro teórico-poeta de la etnia guna (kuna) Aristeides Turpana, a Javier Romero, a Lucy Cristina Chau o a Javier Alvarado que alzan nuestras voces en los principales festivales de poesía del continente y de Europa? ¿Pudo compartir, como lo han hecho varios de mis amigos argentinos, las ideas de Ricaurte Soler en su libro El Positivismo Argentino? ¿Pudo deleitarse con los versos de Carlos Francisco Changmarín o de Diana Morán? Por lo segregado de su visión hacia nosotros me temo que no.

Quiero transmitir, a través de esta Carta Abierta, hacia usted y sus lectores en Página 12, que los panameños, al igual que cualquier nación que se considere digna, somos un colectivo de ciudadanos que estamos más allá de las definiciones mercantilistas y elitistas de cualquier sistema que dice representarnos. Quedarse con las versiones de los que ostentan el poder es muy acomodaticio y propio de una mentalidad limitada en información y en consciencia. Eso puede suceder, pero que lo manifieste el director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, un pueblo glorioso que nos ha aportado valiosísimas lecciones de lucha e integridad popular, es francamente lamentable.

Yo le extiendo una invitación, señor González, a que en una ocasión menos glamorosa y propagandística visite Panamá, pero no para codearse con los de los cocteles y los embajadores. Venga y conózcanos de adentro, a los que damos todos los días parte de nuestras vidas por un país más justo y culto, ese país que no sale en las páginas económicas ni en los informes de mega proyectos. Hágalo, y no por mí ni por las personas aquí mencionadas, sino por la grandeza del pueblo que usted representa y que merece, al igual que nosotros, mejores días, los que no serán posibles hasta que nos veamos, los pueblos latinoamericanos, como semejantes, solidarios los unos con los otros y unidos contra la ignorancia y la injusticia que gobiernan nuestros pueblos.

Desde La Chorrera, República de Panamá
Kafda Itcora Vergara Esturaín
Profesora de lenguas y de Ciencias del Lenguaje
Universidad de Panamá