martes, 13 de abril de 2010

De esas cosas maravillosamente inentendibles


Hay recuerdos de la infancia que no se dejan abandonar en la ambigüedad y el desprecio de las 'cosas de la gente grande'. Algunos recuerdos son muy fluidos y alegres. Otros no tantos.

Los hay de un tipo algo especial. Esos que te alimentan de dudas y de misterios por el resto de tu vida. Una canción más nunca escuchada, un amiguito que te invita al bosque, un olor que se deja tocar por tus manos invisibles, una caricia en tu pelo, una casa a la que nunca se vuelve.

Todos pensamientos obligados a dormir en la rama de lo subjetivo para no preguntarnos si alguna vez vivimos esas maravillas en este o en otro mundo. La dureza de la vida nos obliga a contestar un firme y consistente 'no'. Lo que la vida no nos dice es cómo esas realidades nos sacuden el mundo 'de a de veras'. Y no todas las sacudidas tienen que ser amables. Algunas han demostrado ser muy violentas.

Yo tengo varios de esos recuerdos, pero éste ha pisado tierra, con una fuerza tal, que me empuja sin parar a los adentros con sólo cerrar los ojos, y a veces, sin garantía alguna de regreso.

Y todo ha ocurrido porque sí, porque el encuentro con un pasado que nunca pasó no puede ser otra cosa que un eterno presente.

O si no, ¿cómo me explico y le explico a ustedes, que en la 17 bis de la calle Pavée de Paris se encuentra una librería que 'ya había visitado', hace ya mucho tiempo, cuando mis pensamientos no se encerraban tan fácilmente en lengua de mi madre? ¿Cómo explico ese escalofrío tembloroso de mi piel al encontrarme frente a frente con este lugar en una de esas noches frías y húmedas de invierno en las que vagaba sin rumbo fijo, en una ciudad extranjera, y hasta hace sólo un par de años desconocida para esta niña del nuevo mundo?

¿Cómo explico ese olor de vejez y de adentros. Cómo explico la melancolía de la madera que sostiene sus 3 pisos, el pavimento de ladrillos ancestrales que conserva su interior, el sabor a cueva decadente. El nombre mismo de la librería: Mona Lisait, con esa Gioconda enverdecida y brujeril. Y todavía aún más inexplicable: cómo explico la corriente alterna que entraba por mis pies con sólo pisar suavemente los adoquines del piso, como si la tierra me hablara, como si me conectara a ese lugar y a otro, otro al que quizás me falte ir? ¿Cómo le hago? La lengua no me es suficiente.

Hubo sin embargo algo que no encontré, y fue un libro, uno que se supone debía estar allí y que encierra en alguna de sus páginas la imegen un grito de terror. El grito de una figura humana sin ojos y sin lengua. Una figura hecha de angustia y que recuerdo a medias, porque al parecer el miedo que me produce es tal, que mi mente no me deja detallarla, como si la censura sensorial fuera irremediablemente necesaria.

¿Por qué no encontré ese fantasma de horror en la Mona Lisait del número 17 bis de la calle Pavée de París, encuentro per se extraordinario, si su presencia en mi mente está ligada a ese lugar? ¿Será que ya no está allí? ¿Será que simplemente ya no lo veo? Ahora que lo pienso no recuerdo ni el grito. Sólo recuerdo que alguna vez gritó.

Recuerdos que aterrizan alguna vez, o con los que tienes una cita inesperada al reencuentro de una misión cumplida. De esas cosas maravillosamente inentendibles.

miércoles, 7 de abril de 2010

Inquietud demente para antes de dormir.

De abrazar la teoría masa=energía de Einstein, podríamos pensar en la posibilidad de convertir un cuerpo humano promedio en energía pura, y con ello ser capaces de fabricar treinta bombas de hidrógeno señalan algunos expertos.

¿Y si esta fuerza la pensáramos bajo la eternísima batalla de Eros y Thanatos e invirtiéramos la relación... ¿Qué pasaría?

Si la energía de un solo cuerpo humano puede destruir varias veces la humanidad en su totalidad, ¿no sería este mismo cuerpo capaz de transformar la energía de todos los que aquí estamos? ¿De acelerarnos hacia otros portones de la existencia?

Un sólo cuerpo. Sólo uno.

¿Qué estamos esperando?